En el Rocío, un barrio del sur de Quito, marcaban las diez de la mañana. De la penumbra de la habitación emergió una sombra, es Juan Andrés, el duro de los cevichochos, quien caminó apresuradamente en dirección al pasillo para adentrarse en la cocina. Ollas y sartenes reposan apilados en un rincón y reflejan la luz de la ventana.
Diez tomates, ocho cebollas y un atado de culantro adornan el mesón con sus colores vibrantes. Juanito como prefiere que lo llamen, rebana cada tomate como un profesional culinario; por su agilidad y destreza en la cocina demora poco tiempo en preparar el encurtido; lo demás: el tostado, el chulpi, los chifles que acompañan los cevichochos que vende, ya están listos.
Juan se describe como un trabajador humilde y servidor de Jesús, mientras alista baldes y recipientes de distintos tamaños para llevar los ingredientes al lugar de su negocio. Afuera de la casa se escucha el ruido metálico de una camioneta, que similar al tosido de un veterano aguarda calentando motores para movilizar la carga.
Frente a un pequeño espejo se refleja sonriente y se da una peinadita de confianza, mientras sususrra: Listo y dispuesto, mi Jesusito te encomiendo este día de trabajito. Persignándose repetidamente y mirando la estampa de Jesús de la Justicia se dispone a salir con su cargamento. Juan asegura que tiene la compañía de su ser más querido, su esposa Carmita, quien le dio dos hijos: Mis muchachos ya están grandes; agradezco a mi Carmita por enseñarles a ser chicos de bien. Desde que murió mi esposa, soy un hombre nuevo y he dejado todo vicio ahora trato de cuidar de mis hijos e ir con ellos a misa como cuando vivia mi difunta esposa.
Un pequeño libro de pasta azul sobresale de su mochila un poco desgastada por el tiempo; al parecer es su biblia personal y al sacarla despacio lee unas cuantas palabras como susurrándolas suavemente, y de manera rápida vuelve a guardarla en su mochila. Juan se muestra tímido y un poco melancólico cuando refiere más anécdotas de su vida, puesto que en voz baja lamenta que su pasado fue duro desde la partida de su esposa.
Cambiando su semblante y de nuevo con la sonrisa en su rostro el duro fija la mirada a través del vidrio de la camioneta y menciona que: Dios es amor y nada me falta. La fe le da alegría y esperanza cada día; su sonrisa inquebrantable y amabilidad da confianza a sus clientes que compran sus tradicionales cevichochos en las afueras de la Universidad Salesiana.
El viaje ha concluido; llegando a su destino desembarca frente a su kiosko y alista todo para la venta del día. Uno por uno van llegando los comensales a su negocio y apresurándose tras el cristal de los ingredientes está Juan ofreciendo: unito o dos limoncitos… chulpi o tostado… sírvase…
Realizado por Alejandra Ordóñez. Período 47, grupo 721.