Eran las cinco de la tarde y el sol pegaba fuerte en la ciudad de Quito. Con el ocaso en el cielo capitalino, algunas personas regresaban a sus casas después de un día de labor; mientras otras recién salían a ganarse el pan de cada día. Cuando iba a la universidad, un aroma llamó mi atención, no pude resistirme a comer un sabroso bolón, así que decidí comprarme uno.
¿Cuánto cuestan los bolones? pregunté; 50 centavitos mi pana y con café a 90, respondió el veci Solórzano, como generalmente lo conocen en el barrio.
El carrito de Edwin, es modesto, similar a los que usan la mayoría de comerciantes. La infraestructura de metal, con un espacio para la freidora y una bandeja, la jarra de café, el tanque de gas, un espacio para poner la masa, una sombrilla y él en el centro, muy atento con aquellos que se acercaban a su puesto.
Edwin cuenta los trajines que atravesó en su corta vida, a sus 30 años ha tenido que salir de su natal Chone para poder estabilizarse económicamente en la ciudad de Quito. Afirma que desde pequeño trabajaba, lo hacía en la finca de su padre, quien le exigió que estudie, algo que para Edwin no era de su agrado, “a mí no me gustaba estudiar, para que le voy a mentir; pero ya pues mi papá me dijo que era necesario”. Sin embargo no dio oídos a los consejos de su padre ya que antes de venir a Quito, abandonó el colegio y se puso a vender sandías.
Después de trabajar dos años en la venta de frutas, muchas de las plantaciones de sandía se terminaron por culpa de la peste; ocasionando graves problemas en sus ventas. “a la sandía le cayó el gusano, ahí se fregó todo… no sabía qué hacer” manifiesta algo consternado.
Decidió salir de Barraganete, pueblo que lo vio nacer, para poder encontrar un estilo de vida distinto en la ciudad capital. “Cuando me decidí venir mi mamá fue la que más sufrió, créame ese tipo de sensaciones no se la deseo a nadie”.
Edwin no estuvo seguro de esta decisión, pero no tenía otra salida; así que tomó una almohada, dos paradas de ropa, una cobija y esperó el turno de las 22:00 horas para poder salir. Algo melancólico recuerda que solo su madre lo fue a despedir al terminal terrestre, ya que su papá aún no se enteraba de la decisión que había tomado.
Llegó a Quito el 22 de julio de 2006, un primo le ayudó con alojamiento por un par de días, hasta que encuentre trabajo. Después de golpear puertas y aguantar soles; Edwin asegura que las palabras de su padre cada día ganaron más fuerza, en ese momento comprendió la verdadera importancia que tenía estudiar. “A todo lado que iba me pedían titulo… pase dos meses desempleado”
Después de un tiempo, consiguió trabajo como guardia; duró un par de años ya que las actividades laborales que debía desempeñar no le agradaron; “eso de trasnocharse, los horarios…uhhh ah sido feísimo”; con todo debió continuar por las necesidades que debía suplir en el diario vivir de su soledad migrante.
Asevera que todos los días lloraba por qué no se acostumbraba a su nuevo estilo de vida, pero no pensó volverse, había dejado muchas cosas y no quería regresar con las manos vacías.
Edwin tuvo que pasar hambre para poder estabilizarse, lamentablemente después de acostumbrarse a su trabajo de guardia, la empresa quebró dejando varios desempleados, entre ellos a él. “Imagínese joven lo que me ha implicado empezar desde cero nuevamente, ahora vendiendo bolones”.
Su primo conocía de su desgracia, así que lo motivó para que diera pruebas en la juguetería donde él trabajaba, esperando una respuesta positiva.
“Gracias a Dios me aceptaron, tuve suerte” manifiesta. Edwin creía que iba a trabajar en la bodega de dicha empresa ya que en la pruebas había salido apto para desempeñarse en ese sector, sin embargo lo enviaron a ofrecer los productos puerta a puerta, una experiencia que jamás había experimentado.
En ese trajín de todos los días conoció a Mariela Vega, una señorita que era su clienta, la cataloga como su amor a primera vista; para él no existía mejor motivación para seguir en ese trabajo que poder verla; “Así quien no va querer trabajar pues amigo” añade jocosamente.
A pesar de eso, no estuvo mucho tiempo de promotor, más bien salió de ese trabajo comprometido, ya que años después Mariela se convertiría en su esposa.
Desafortunadamente duró poco en dicha empresa, el mismo optó por renunciar ya que debía engañar a los clientes para que fueran a la juguetería a hacer el gasto, a cambio de tarjetas de descuento que no existían, según él, eso no era lo que buscaba.
Ese tipo de actitudes provocaron en él las ganas de ponerse su negocio; fue al centro y adquirió un carro de ventas, jamás había hecho bolones sin embargo lo iba a intentar. Inició vendiendo empanadas ya hechas en el sector de la Mena 2. Me cuenta que al inicio solo le dejaba tres dólares de ganancia, pero le reconfortaba saber que era su negocio.
El coche le costó 120 dólares. Después de costearlo, asegura que su primera inversión fue comprarse una vaca. Jamás creería que el negocio de bolones le iba a dar tantas satisfacciones.
Actualmente Edwin tiene su propio terreno en Cutuglahua, aunque lo obtuvo con un préstamo, afirma que sus bolones y empanadas son las que le ayudan a pagarlo. Espera seguir creciendo como persona y aprender a valorar lo que su inmadurez se lo ha quitado; aclarando que a pesar de haber tenido una vida de ida y vuelta, no le gustaría volver a empezar desde cero.